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Después de aquellas últimas sesiones tan intensas, decidí que lo mejor sería dar un paso atrás para reflexionar. Sentía la necesidad de continuar investigando y documentándome más a fondo. Especialmente porque me llamó la atención cómo los sujetos en cuestión habían mostrado una fascinación desbordante por los pies, un aspecto que parecía ir más allá de una simple preferencia.
Me sumergí en la literatura sobre fetiches y psicología del placer, buscando entender qué era lo que llevaba a algunas personas a sentirse tan atraídas por esa parte específica del cuerpo. Cuanto más investigaba, más me intrigaba la complejidad de las conexiones entre la mente y las sensaciones físicas. Encontré estudios que sugerían que el área del cerebro que procesa las sensaciones de los pies está cercana a la región asociada con el placer, lo que explicaría por qué algunas personas encuentran las cosquillas en los pies tan estimulantes.
Además, me puse en contacto con algunos colegas expertos en comportamiento humano para profundizar en sus opiniones sobre cómo la vulnerabilidad y la risa pueden crear una conexión psicológica profunda entre el «torturador» y el «sujeto». Entender estos matices se volvía esencial para mi tesis.
Sentía que había descubierto un nicho interesante para mi investigación, algo que podría tener implicaciones tanto en el campo de la psicología como en el estudio de las relaciones humanas. Así que, con una nueva perspectiva y un entusiasmo renovado, me preparé para continuar con mis estudios, recopilando información y preparándome para lo que vendría en futuras sesiones.
Sabía que mi viaje apenas comenzaba, y que quedaban muchas más experiencias por descubrir y analizar antes de poder finalizar mi trabajo.
Mientras continuaba documentándome para mi tesis, decidí indagar en foros y portales especializados en internet. Lo que encontré fue una serie de relatos que me dejaron completamente fascinada y, a la vez, me ayudaron a entender mejor la psicología detrás de este fetiche.
Descubrí que muchas personas que compartían su atracción por las cosquillas coincidían en un patrón común: sus primeras experiencias habían ocurrido durante la infancia o adolescencia, en situaciones aparentemente inocentes. Lo que más me llamó la atención fue la frecuencia con la que mencionaban haber experimentado este placer al hacerle cosquillas a mujeres mayores que formaban parte de su vida diaria, especialmente a niñeras. Estas figuras femeninas, generalmente en una posición de confianza, se convirtieron en las primeras “víctimas” de estas exploraciones.
Al leer estos testimonios, me sorprendió cómo describían los detalles: hablaban de cómo les fascinaba la vulnerabilidad que mostraban estas mujeres al reírse incontrolablemente, la forma en que sus pies se retorcían al intentar escapar de los cosquilleos, y cómo esos recuerdos se convirtieron en la base de sus deseos en la adultez.
Me resultaba intrigante cómo la relación entre poder, control, y vulnerabilidad parecía ser una constante en estas historias. Parecía que, para muchos de estos individuos, el placer no solo provenía del contacto físico en sí, sino de la sensación de tener el control sobre las reacciones involuntarias de la otra persona.
Esta información me llevó a reflexionar profundamente sobre cómo las experiencias tempranas pueden moldear nuestras preferencias y fetiches en la adultez. Decidí incorporar estos hallazgos en mi tesis, abordando no solo los aspectos físicos y psicológicos de las cosquillas, sino también su vínculo con las experiencias formativas y las dinámicas de poder que, muchas veces, pasan desapercibidas en nuestra vida cotidiana.
Con esta nueva perspectiva, me sentía aún más motivada para seguir explorando las conexiones que había descubierto, y cómo estos patrones podrían arrojar luz sobre el complejo mundo de las relaciones humanas y los placeres sensoriales.
Me llamó mucho la atención descubrir a un sujeto de 22 años que había documentado, de manera meticulosa, todas sus experiencias desde su infancia. Relataba cómo, desde muy pequeño, había empezado a hacerle cosquillas a mujeres mayores, en especial en las plantas de los pies. Estas primeras vivencias, según él, fueron el origen de su creciente fascinación por las cosquillas, llevándolo a desarrollar un interés casi obsesivo por hacerle cosquillas a mujeres, especialmente enfocándose en sus pies.
Adjunto el testimonio del sujeto:
Mi fascinación por las cosquillas en los pies
Desde que tengo memoria, siempre sentí una atracción peculiar por los pies, especialmente los de mujeres adultas. Todo comenzó cuando tenía alrededor de 4 o 5 años, con la niñera que cuidaba de mí, Andrea, quien tenía en ese entonces unos 18 años. Un día, mientras ella se relajaba en el sofá viendo televisión, noté que estaba descalza. No sé exactamente qué me impulsó, pero sentí una necesidad incontrolable de tocar sus pies y, sin pensarlo dos veces, me acerqué y le hice cosquillas en las plantas. La reacción de Andrea fue inmediata: se echó a reír y movió los pies tratando de alejarse de mis dedos, pero yo no me detuve. Sus risas eran contagiosas, y la forma en que sus pies se retorcían me llenó de una emoción inexplicable. Ella me pedía que parara entre carcajadas, pero su risa y sus intentos de esquivar mis dedos me hacían seguir, casi como si fuese un juego. Con el tiempo, comencé a notar que cada vez que Andrea se descalzaba, sentía una especie de cosquilleo en mi estómago, una mezcla de curiosidad y emoción. No entendía del todo lo que sentía en ese momento, pero sabía que me encantaba ver sus reacciones. A los 10 años, cuando mis padres contrataron a una nueva niñera llamada Clara, que era una mujer en sus treintas, la curiosidad se convirtió en algo más profundo. Clara solía relajarse en el patio después de largas horas cuidando la casa. Recuerdo que un día, mientras leía un libro descalza, me acerqué sigilosamente y comencé a hacerle cosquillas en las plantas. La forma en que se reía y trataba de apartar los pies sin dejar caer su libro me fascinaba. Sentía que, de alguna manera, tenía control sobre sus risas y me daba una sensación de poder que no entendía en ese momento. A medida que fui creciendo, empecé a darme cuenta de que esto no era solo un juego inocente de niño. Mi interés en hacer cosquillas, sobre todo en los pies, creció y se convirtió en una obsesión. A los 14 años, comencé a buscar información en internet y encontré foros donde personas compartían sus experiencias y fantasías sobre hacer cosquillas. Fue ahí donde me di cuenta de que no estaba solo y que había muchas otras personas que sentían lo mismo. Durante mi adolescencia, tuve una novia llamada Laura. Nunca le confesé abiertamente mi gusto por las cosquillas, pero siempre encontraba una excusa para acariciar sus pies descalzos. Ella era extremadamente cosquillosa, y cada vez que tenía la oportunidad, le hacía cosquillas en los arcos de sus pies y entre los dedos. Sus carcajadas eran tan intensas que me llenaban de una emoción difícil de describir. Ella solía decirme que era un «torturador encantador», pero nunca sospechó que, para mí, esto era más que un simple juego. Hoy, a mis 22 años, acepto que mi fascinación por las cosquillas, especialmente en los pies de mujeres, es parte de mi identidad. Aunque aún me cuesta hablar de esto con mis parejas actuales, cada vez que logro encontrar a alguien que disfrute de un toque lúdico y cosquilloso, siento que puedo ser completamente yo mismo.
De vuelta a mi investigación
Me seguía asombrando la cantidad de testimonios y experiencias que encontraba en los foros y artículos que leía, especialmente los relatos de hombres y mujeres que parecían estar fascinados con la idea de hacer cosquillas, particularmente en las plantas de los pies de las mujeres. A lo largo de mis investigaciones, pude notar un patrón común: la sensibilidad en las plantas de los pies parecía ser un factor clave que intensificaba la fascinación de muchas personas. Esta sensibilidad aumentaba las reacciones emocionales y físicas, creando una respuesta tanto de risa como de incomodidad que parecía tener una dimensión psicológica compleja.
Lo más interesante es que no solo era la intensidad de las cosquillas lo que atraía a las personas, sino también el poder de controlar o experimentar esas reacciones. En algunos casos, se hablaba de un nivel casi «terapéutico», donde las personas parecían encontrar un tipo de satisfacción o liberación al interactuar de esta manera con los demás. La combinación de la vulnerabilidad asociada con la exposición de los pies y la intensa respuesta física parecía ser lo que los atraía de manera inusual. Esto despertaba una fascinación que no solo se basaba en el acto físico de hacer cosquillas, sino en el profundo impacto emocional que esto podía tener sobre la persona que experimentaba la sensación.
Además, descubrí que este tipo de interacciones podrían estar relacionadas con las primeras experiencias de cosquilleo de la infancia, las cuales podrían haber dejado una huella psicológica, contribuyendo a la construcción de un interés más duradero en ese tipo de actividades.
Un aspecto curioso que encontré al profundizar en varios testimonios, tanto de hombres como de mujeres, fue el común denominador que se manifestaba en sus experiencias. Muchos de ellos expresaban un interés particular por observar cómo los pies reaccionaban ante las cosquillas, especialmente cómo las plantas se arrugaban y se estiraban bajo la intensa sensación. Este fenómeno de contorsión del pie no solo generaba una respuesta física evidente, sino que también parecía despertar una fascinación casi hipnótica en quienes observaban.
La forma en que las plantas de los pies se tensaban y estiraban, acompañada de los pequeños movimientos involuntarios de los dedos, parecía ser una de las principales fuentes de atracción. Además, algunos testimonios indicaban que estos movimientos eran percibidos como una representación de vulnerabilidad, lo que intensificaba la fascinación por la situación. El pie, al ser una parte del cuerpo tan sensible y al mismo tiempo tan conectada con la percepción de control, generaba una respuesta emocional que iba más allá de la simple reacción de cosquillas.
Muchos de los testimonios describían cómo los observadores se sentían atraídos por la visualización de esos movimientos, sintiendo que los pies «bailaban» ante la presión de las cosquillas. Para algunos, esta imagen se asociaba con un grado de poder, mientras que para otros despertaba una sensación de ternura o empatía, casi como si los pies mostraran su fragilidad al ceder a las cosquillas. Este fenómeno no solo tiene una base física, sino que también parece estar relacionado con una respuesta emocional compleja, en la cual la observación de la reacción de los pies se vuelve tan importante como la propia sensación de cosquilleo.
Al leer los testimonios de hombres y mujeres fascinados por las cosquillas en los pies, no pude evitar reflexionar sobre mis propias experiencias en las sesiones en las que he participado. Curiosamente, muchos de los ticklers con los que he interactuado mencionaron específicamente lo mucho que les gustaba ver cómo mis pies se movían, especialmente cuando las cosquillas comenzaban a hacerse intensas. Es fascinante cómo ese movimiento involuntario, la forma en que mis pies se retorcían y cómo mis plantas parecían entrar en un estado de desesperación ante la sensación, se convertía en una especie de «espectáculo» para ellos.
La sensación de ser cosquilleada en mis plantas de los pies es algo que siempre he encontrado extremadamente intensa. Mis pies, como ya mencioné, son increíblemente cosquillosos, y esa sensibilidad se convierte en una reacción física que no puedo controlar: mis dedos se retuercen, mis pies se estiran, y mis plantas se arrugan de una forma que, en muchos casos, parece ser lo que más atrae a quienes disfrutan de este tipo de interacción. Durante esas sesiones, era evidente que para los ticklers, el foco no estaba solo en la reacción de mis pies, sino en cómo mi cuerpo, específicamente mis plantas, respondía a esas sensaciones.
Lo que más me llamó la atención de estos testimonios y de mis propias experiencias es cómo el poder de las cosquillas no solo radica en la sensación física, sino también en la observación de los movimientos de los pies. De alguna manera, la tensión y la desesperación que mis pies parecen manifestar ante las cosquillas parecen ser una parte clave de lo que atrae a quienes disfrutan de hacer cosquillas. El tickler no solo se centra en hacerme reír o provocar mis reacciones, sino que se fascina por la manera en que mis pies se «rinden» a la sensación de las cosquillas, creando una dinámica entre control y vulnerabilidad.
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Decidí hacer una prueba por mi misma, publicando un anuncio en el cual ofrecería mis servicios como niñera. Quería llevar a cabo un experimento y ver que tan cierto era esa teoría, con base al testimonio que indicaba el sujeto de 22 años en el portal web; mi experimento se basaría en ver si efectivamente un niño menor a la edad de un adolescente sentiría curiosidad o no al ver una mujer mayor descalza e intentar hacerle cosquillas en los pies.
Experimento con el cuidado infantil
Continuando con la documentación para mi tesis doctoral, decidí llevar a cabo un experimento que me permitiera estudiar el comportamiento de niños en relación con ciertos estímulos que podrían despertar su curiosidad. Para ello, publiqué un anuncio en internet ofreciendo mis servicios como niñera. Aunque mi propósito principal era generar un ingreso extra, también deseaba observar cómo ciertos factores, como estar descalza, influirían en la interacción del niño conmigo.
El anuncio destacaba mi experiencia en psicología infantil y mi formación profesional en el campo, lo cual me permitió atraer rápidamente la atención de una madre desesperada por encontrar a alguien que cuidara a su hijo. Tatiana, una mujer de 32 años, me contactó explicando que su hijo de 8 años, Juan, era extremadamente hiperactivo y le resultaba difícil manejar su energía. Después de una conversación telefónica, le aseguré que, dado que estaba trabajando en mi tesis, podía cuidar a su hijo en mi propio apartamento.
Al día siguiente, Tatiana llegó puntualmente con Juan. Desde el momento en que el pequeño cruzó la puerta, noté que «diablillo» era una descripción adecuada: comenzó a curiosear por todas las habitaciones, abriendo puertas y gabinetes con una energía inagotable. Tras ultimar algunos detalles con su madre, Tatiana se despidió y me dejó a cargo de su hijo, prometiendo recogerlo a las 8 de la noche.
Durante la primera hora, Juan se comportó como un auténtico ángel, lo que me sorprendió. Sin embargo, decidí aprovechar la ocasión para poner en práctica mi experimento. Ese día llevaba puestos jeans, tenis y medias tobilleras junto con una camiseta simple. Decidí cambiarme: me quité los tenis y las medias, optando por unas chanclas, y comencé a caminar por el apartamento para ver si mi estado descalzo despertaba alguna reacción en el niño.
Mientras trabajaba en mi laptop desde mi escritorio, asumí que Juan seguía entretenido con sus juguetes en la sala. Sin embargo, lo que no me di cuenta es que se había deslizado sigilosamente debajo de mi escritorio. Yo estaba sentada con la pierna derecha cruzada sobre la izquierda, lo que dejaba mi pie derecho colgando en el aire, con la chancla medio caída y la planta expuesta.
De repente, escuché un suave «cuchi cuchi» que me tomó completamente por sorpresa. Antes de poder reaccionar, sentí unos pequeños dedos haciéndome cosquillas en la planta del pie. El susto me hizo saltar en la silla y golpear la rodilla contra el escritorio mientras una carcajada escapaba de mis labios. Las cosquillas eran intensas, y aunque le pedía entre risas que parara, en realidad estaba observando su comportamiento como parte de mi experimento. Juan parecía encantado con mi reacción y no tardó en deslizar su mano bajo mi pie izquierdo, aprovechando mis arcos pronunciados para meter sus dedos y provocar más cosquillas. Era una sensación que me hacía reír a carcajadas, pero me mantuve en mi papel de observadora, permitiéndole continuar mientras tomaba notas mentales para mi investigación.
Finalmente, después de lo que parecieron unos interminables minutos de risas, el pequeño se cansó y se retiró a seguir jugando en la sala. Unas horas más tarde, después de almorzar, me recosté en mi cama para reposar un poco, como suelo hacer cada día. Me quité las chanclas y me acomodé de lado, completamente ajena a la idea de que Juan seguía en el apartamento.
Sin que yo lo notara, el diablillo volvió a la carga. Esta vez, se coló en mi habitación, se subió a la cama y se lanzó sobre mis piernas, inmovilizándome antes de que pudiera reaccionar. Sentí cómo sus pequeñas manos se apoderaban de mis plantas desnudas, y de inmediato me vi sumida en carcajadas desesperadas. Entre súplicas y risas, le pedí que se detuviera, aunque en el fondo sabía que esto solo confirmaba mis hipótesis.
Cuando Tatiana regresó esa noche, me preguntó cómo se había comportado Juan durante el día. Le expliqué que, en general, se había portado bien, pero mencioné las dos ocasiones en las que me había sorprendido con cosquillas. Quería indagar un poco más sobre el origen de este comportamiento, así que aproveché para preguntarle si era algo que había notado antes. Tatiana me explicó que su hijo solía hacerle lo mismo a ella cada vez que la veía descalza, aunque nunca entendió de dónde había aprendido a hacer cosquillas de esa manera tan insistente.
Nos despedimos con una sonrisa y una disculpa de su parte, asegurándome que hablaría con él al respecto. Una vez se fueron, regresé a mi escritorio y documenté todas las observaciones del día en mi tesis. La interacción con Juan había sido una experiencia reveladora, confirmando que ciertos estímulos sensoriales podían despertar comportamientos inesperados incluso en los niños.
De vuelta a la tesis
Continué documentando mi tesis y comencé a encontrar patrones que apoyaban las observaciones descritas por el sujeto de 22 años, quien detallaba cómo su fascinación por hacer cosquillas en los pies de mujeres se había originado durante su infancia. Según su relato, las primeras experiencias que tuvo al interactuar con mujeres adultas, especialmente al notar su reacción al estímulo en las plantas de los pies, fueron el punto de partida que desencadenó su interés por las cosquillas en la edad adulta.
Al profundizar en este tema, descubrí que varios estudios en psicología del desarrollo sugieren que los estímulos placenteros durante la infancia, especialmente aquellos que involucran el sentido del tacto, pueden influir en la formación de intereses sensoriales específicos en la vida adulta. Estos estímulos pueden estar ligados al sistema límbico, que es responsable de las respuestas emocionales y de placer. Al observar estos testimonios, noté un patrón: la mayoría de las personas que describían haber desarrollado un interés particular en las cosquillas, mencionaban haber experimentado situaciones similares durante su niñez, en las que interactuaban de forma lúdica con figuras femeninas adultas (niñeras, maestras, tías, etc.).
Mi propio experimento anecdótico también contribuyó a esta observación. Al ofrecer mis servicios como niñera, noté que los niños pueden demostrar una curiosidad especial por ciertas áreas del cuerpo cuando notan reacciones como la risa, los movimientos involuntarios y las contorsiones causadas por las cosquillas. Este interés no siempre parece ser consciente o con una intención definida, sino que podría surgir de la respuesta que obtienen al provocar risas y reacciones exageradas.
En el caso del niño que cuidé, sus acciones espontáneas al intentar hacerme cosquillas sugirieron que, para algunos niños, el ver cómo sus acciones generan una reacción emocional intensa puede ser una forma de explorar el control y la interacción social. Esto refuerza la hipótesis de que experiencias de esta naturaleza pueden convertirse en un referente temprano que, en algunos casos, podría influir en las preferencias sensoriales y afectivas a medida que se alcanza la edad adulta.
Aunque es necesario ser cuidadosos al extrapolar estos hallazgos, la documentación de testimonios y la observación de experiencias personales sugieren que, en algunos individuos, los intereses relacionados con las cosquillas pueden tener raíces profundas en su desarrollo infantil. Sin embargo, para poder afirmarlo con mayor certeza, se requeriría un estudio más exhaustivo que tome en cuenta factores biológicos, psicológicos y sociales, asegurando un enfoque ético en la investigación.
A medida que continuaba con la documentación de mi tesis, la curiosidad seguía creciendo en torno al caso del pequeño Juan y su comportamiento inesperado durante nuestra primera interacción. Las experiencias que había vivido con él me hicieron reflexionar sobre cómo ciertos estímulos sensoriales en la infancia podrían influir en el desarrollo de preferencias a lo largo del tiempo. Decidí que sería valioso obtener más información directamente del niño, pero con el enfoque correcto y respetuoso. Para ello, consideré que lo mejor sería contactar a su madre, Tatiana, y pedirle una reunión en mi apartamento, de manera que ella pudiera estar presente mientras intentaba indagar un poco más en la psique de su hijo.
Tatiana accedió amablemente a mi solicitud y programamos la cita para el fin de semana siguiente. Mi objetivo era crear un ambiente cómodo y relajado en el que Juan se sintiera lo suficientemente seguro para compartir sus experiencias y pensamientos. Quería entender mejor cómo había surgido en él la inclinación a provocar cosquillas y qué significaba esta acción en su mundo infantil. Además, sería importante observar las interacciones entre madre e hijo para identificar posibles influencias o patrones que pudieran haber contribuido al desarrollo de su comportamiento.
El día de la reunión, Tatiana y Juan llegaron puntualmente. Los recibí en mi sala de estar, donde había dispuesto un espacio acogedor con algunos juguetes para Juan, de modo que se sintiera en confianza. Después de una breve charla introductoria para que todos nos sintiéramos cómodos, expliqué a Tatiana que mi interés radicaba en un estudio académico y que cualquier información que obtuviera sería utilizada exclusivamente con fines de investigación. Aseguré que ella tendría total control sobre la participación de su hijo en cualquier momento.
Empecé con preguntas sencillas y abiertas para Juan, manteniendo un tono lúdico y amigable para no intimidarlo. Le pregunté sobre los juegos que más le gustaban y si disfrutaba de hacer reír a los demás. Pronto, en medio de la conversación, introduje el tema de las cosquillas, preguntándole si recordaba por qué le había hecho cosquillas a «la niñera» (refiriéndome a mí) la última vez. Tatiana escuchaba atentamente, interviniendo ocasionalmente para aclarar o guiar la conversación de su hijo.
Juan, con su típica espontaneidad infantil, respondió que le encantaba «hacer reír» porque las risas eran «contagiosas y muy divertidas». Pero lo que realmente capturó mi atención fue cuando agregó: «Me gusta ver cómo los pies se mueven rápido cuando hago cosquillas, se doblan y tratan de escaparse». Esta explicación, aunque parecía simple, revelaba un interés particular en las reacciones físicas que provocaba en los adultos. Para él, no era solo la risa, sino la fascinación por el contoneo y los intentos desesperados de los pies por evadir sus dedos. Desde una perspectiva psicológica, estas observaciones reforzaban la idea de que ciertas experiencias sensoriales tempranas, como las cosquillas, podían vincularse a un placer visual y táctil que podría persistir o evolucionar en etapas posteriores de la vida.
Miré a Tatiana con curiosidad y ella, con una sonrisa de resignación, me confesó que, efectivamente, cada vez que Juan le hacía cosquillas en los pies, su reacción era tal y como él lo describía. «No puedo evitar retorcerme y reír a carcajadas, mis pies siempre intentan escapar, pero él parece disfrutar más cuando no puedo controlar el movimiento», me dijo. Yo asentí y le respondí que, curiosamente, yo también había experimentado lo mismo en las ocasiones en las que su hijo había decidido hacerme cosquillas. Ambas nos reímos al darnos cuenta de que, sin planearlo, habíamos sido parte de su pequeño «experimento», lo que hacía aún más fascinante ver cómo, desde una edad tan temprana, Juan había desarrollado una afinidad especial por provocar estas reacciones.
Cité a Tatiana y su hijo
Decidí ahondar un poco más y le pregunté a Tatiana si podría compartirme alguna otra experiencia relacionada con las cosquillas que no involucrara a su hijo. Tatiana, un poco más relajada, comenzó a contarme. «¡Uf! Hacerme la pedicura es como una tortura para mí», me dijo entre risas. «Cada vez que me están limando los pies, me revuelco en la silla y termino riéndome a carcajadas como si me estuvieran torturando».
Luego, bajando un poco la voz, añadió: «Mi exesposo, el papá de Juan, solía hacerme cosquillas en las axilas y las costillas. Le encantaba verme reír y retorcerme sin poder defenderme. Y, curiosamente, mi pareja actual también tiene un fetiche… me confesó que le fascinan los pies y que le encanta hacerme cosquillas en las plantas hasta que me vuelvo loca. La verdad es que no sé cómo siempre termino con hombres que disfrutan de esto». Tatiana me miró con un toque de curiosidad y me preguntó: «¿Eso es normal? ¿Hay muchas personas así?».
Le respondí que justamente estaba desarrollando un doctorado enfocado en los fetiches y las cosquillas. «Es más común de lo que imaginas», le expliqué. «La fascinación por los pies y las cosquillas tiene raíces profundas que, en muchos casos, se originan en la infancia o en experiencias tempranas. No es solo una cuestión de placer, sino también de control y de explorar una respuesta tan intensa como la risa involuntaria». Tatiana se quedó pensativa, asimilando lo que le había dicho, mientras yo tomaba mentalmente notas para seguir documentando mi tesis.