Divorciada con hijo adolescente – Parte 2

Divorciada con hijo adolescente – Parte 2

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Soy Patricia, una mujer rubia de 40 años, con ojos verdes y una estatura de 1.75 metros. Calzo un tamaño 40, y aunque siempre he sido una madre cercana a mi hijo Carlos, un adolescente de 16 años, hay algo que él no sabía y descubrió por casualidad: soy extremadamente cosquilluda. Especialmente en las plantas de mis pies, mi punto más vulnerable. Desde que me divorcié hace seis años, he trabajado duro para mantener una relación abierta y divertida con él. Sin embargo, lo que empezó como un simple juego terminó siendo una experiencia que jamás olvidaré.

Una tarde, mientras pasábamos tiempo juntos en casa, Carlos me tomó desprevenida y empezó a hacerme cosquillas en los costados. Yo, entre risas y suplicas, intenté zafarme, pero al hacerlo, él descubrió lo sensible que soy en todo mi cuerpo, especialmente en los pies. Desde ese momento, algo cambió en él; empezó a pasar más tiempo en su habitación y parecía estar maquinando algo.

Días después, me pidió que participara en un «juego». La idea era que yo me dejara amarrar a una silla con los brazos extendidos detrás de mi nuca y los pies hacia adelante, completamente inmovilizada. Pensé que era una manera de divertirnos y fortalecer nuestro lazo, así que acepté. Jamás imaginé lo que estaba a punto de suceder.

Una vez que estuve bien atada, Carlos sonrió de una forma que no había visto antes. De pronto, sonó el timbre del apartamento. Mi sorpresa fue mayúscula cuando vi entrar a Felipe, su amigo de la misma edad. Carlos le dijo: «Ya la amarré, tal como lo planeamos.» Fue entonces cuando comprendí que esto no era un juego improvisado; había sido planeado con antelación.

Intenté razonar con él, le supliqué que me soltara, pero Felipe, intrigado, le preguntó a Carlos si realmente yo era tan cosquilluda como él le había dicho. Mi hijo, sin dudarlo, respondió que sí, y le animó a comprobarlo. Felipe se acercó por mi lado derecho y empezó a hacerme cosquillas en la axila y costilla de ese lado. La risa me brotó de inmediato, y mi cuerpo se sacudió instintivamente en la silla. Felipe sonrió satisfecho y dijo: «Es cierto, tiene muchísimas cosquillas.»

Curioso, Felipe le preguntó a Carlos cuál era mi punto más sensible. Mi hijo respondió sin dudar: «Las plantas de sus pies y entre los dedos.» Al escuchar eso, Felipe se agachó junto a mi pie derecho y comenzó a rascar la planta con sus dedos. El caos se apoderó de mí; las carcajadas salieron sin control y mi cuerpo entero se sacudió en un intento desesperado por escapar. Felipe sonrió y dijo: «Definitivamente tienes razón.»

Fue entonces cuando los dos decidieron sincronizarse. Cada uno tomó un lado de mi cuerpo y empezaron a hacerme cosquillas sin piedad, desde las axilas, costillas y cintura, hasta mi barriga, ombligo y cuello. Yo estaba sumida en un torbellino de risas y súplicas, intentando moverme, pero las cuerdas me mantenían completamente inmovilizada. Sentía los veinte dedos de sus manos recorriendo mi piel como arañas veloces, y la sensación era tan intensa que no podía ni pensar con claridad.

El momento más caótico llegó cuando ambos se colocaron frente a mis pies. Cada uno sujetó uno de ellos con firmeza y empezó a hacerme cosquillas en las plantas al mismo tiempo. Intenté mover mis pies, apretar los dedos, arrugar las plantas, cualquier cosa para disminuir la sensación, pero eso parecía divertirlos aún más. «Miren cómo trata de escapar,» dijo Felipe riendo.

Mis pies comenzaron a sudar por el esfuerzo y las cosquillas, lo que hacía que sus dedos se deslizaran aún más rápido sobre mi piel hipersensible. En ese punto, las carcajadas y gritos eran incontrolables. Felipe decidió intensificar la tortura sentándose sobre mis piernas para mantenerme inmóvil mientras atacaba ambos pies al mismo tiempo. Carlos, por su parte, se centró en mi torso, haciendo cosquillas en mi cintura, barriga, costillas y axilas.

Tras un tiempo que me pareció eterno, Felipe anunció que necesitaba ir al baño. Carlos también hizo una pausa, permitiéndome tomar aire. Estaba completamente despeinada, sudando y jadeando, nunca había experimentado algo tan intenso.

Cuando Felipe regresó, traía en las manos unos cepillos y peines. Nerviosa, le pregunté qué pensaba hacer con ellos. Antes de que pudiera responder, Carlos también regresó con pinceles y plumas, mostrando todo con una sonrisa traviesa. “Esto será divertido,” dijo Felipe mientras se acercaba a mis pies.

Comenzaron a deslizar los pinceles por las plantas de mis pies, provocándome unas cosquillas tan intensas que apenas podía respirar de la risa. Luego usaron las plumas para explorar cada rincón, desde los arcos hasta entre los dedos. Mi desesperación era absoluta, y mis carcajadas llenaban el apartamento. Finalmente, trajeron los cepillos y peines, deslizándolos rápidamente sobre mi piel sudorosa. La sensación era insoportable; una corriente de cosquillas me recorría de pies a cabeza.

Tras lo que pareció una eternidad, los chicos finalmente se detuvieron. Felipe se despidió de Carlos y, antes de irse, se acercó a mí y me susurró al oído: “Señora Patricia, realmente usted es muy cosquilluda. Espero poder hacerlo de nuevo pronto.” Me estremecí al escuchar eso, sin saber qué decir.

Carlos me soltó las cuerdas y, con un tono arrepentido, me pidió disculpas. No le respondí. Pasamos una semana sin hablarnos, el ambiente en casa estaba tenso. Yo necesitaba tiempo para procesar lo ocurrido y decidir cómo abordar la situación, mientras él parecía también reflexionar sobre lo que había pasado. A pesar de todo, esta experiencia quedó grabada en mi memoria como un recordatorio de los límites que no debemos cruzar, incluso en nombre de la diversión.

Patricia

Original de Tickling Stories

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